Tengo que agradecer a mi familia el interés que despertaron en mí por la afición a las corridas de toros. Principalmente a mí tío Mariano que, incluso en un tiempo se empeñó en que fuera torero. Cosa que no cuajó, supongo que porque no se dieron las circunstancias adecuadas, que sí no. Recuerdo las tardes frente al televisor, donde todos, padré, tíos, abuelos, amigos y vecinos dejaban todo para en una especie de comunión reunirnos frente a esa ventana que nos llevaba a las mejores plazas de España para ver el arte vestido de sentimiento torero. Primero el toro, siempre el toro. Que respeto hacia un animal. Que piropos. Que dignidad se le presumía al bonito animal. Luego al torero en sus primeros quites, a “porta gayola” o llevándole a la suerte del picador subido al caballo, donde se empezaban a ver de una forma más clara si el toro iba a cuajar y daba la talla para la cual había nacido en su vital destino. El tercio de banderillas, donde el torero sobresaliente enseñaba al toro con sus mismas armas, apenas dos hastas para cada uno, toro y torero, que los dos eran dignos de estar el uno frente al otro en ese coso. Después, el dominio, la soledad, el desmayo, el pase de pecho, la querencia y el sentimiento que uno emite hacia el otro, y que solo algunos, toros y toreros, llegan a transmitir al público. Cuando todo sucede, como tiene que suceder, con sentimiento, con valor, con arte. Cuando el hombre no humilla al toro, sino que es éste el que lo hace, le dota de una dignidad suprema de casta y brabura noble que pocos seres vivos de la tierra pueden igualar.
Y por último el fin. El toro, seis veces más pesado y fornido que el torero, herido por la lucha noble, se enfrenta a su último destino. El torero entonces se enfrenta a él, cara a cara. Sin embustes, sin caretas, solo con un engaño y una única hasta, su estoque. Los dos saben lo que va ha suceder y se miran por última vez. Los dos son grandes. Uno por torero y otro por toro.
Yo les diria a los que quieren que desaparezcan las corridas de toros, por considerar que el noble animal sufre, más que cualquier otro. Que cuando suelten a sus canarios de sus feas jaulas, dejen de llevar a su perro atado del cuello durante toda la vida, suelten a sus pececitos de colores a un limpio río de aguas claras o dejen de ronear montando un caballo, tampoco dejaré de pensar que el toro de lídia sigue viviendo con respeto entre nosotros para ser toreado. Y que su destino es digno y a ritmo de pasodoble.
Regino Marmol
El Progreso del siglo XXI
28 agosto 2007
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Cuando se abriga una convicción, no se la guarda como una joya de familia ni se la envasa herméticamente como un perfume demasiado sutil: se la expone al aire y al viento, se la deja al libre alcance de todas las inteligencias. Lo humano está, no en poseer sigilosamente sus riquezas mentales, sino en sacarlas de la cabeza, vestirlas con las alas del lenguaje y arrojarlas por el mundo para que vuelen.