Los mejores viajes, las mejores fiestas, los mejores encuentros, siempre son los que no se planifican. Aquellos que surgen cuando la casualidad, combinación de circunstancias que no se pueden prever ni evitar, se une a la causalidad, razón o motivo de algo. Esta conjunción de motivos hace que las cosas fluyan de una manera natural y sincera, sin preparativos que condicionen el viaje. No quiero decir con esto que el orden y la planificación sean aspectos negativos, solo resaltar que cuando surgen de una manera expontánea, quizás la autenticidad de la sorpresa, la actitud frente a las circunstancias que se avecinan o la empatía hacia los compañeros de viaje, hacen salir lo mejor y auténtico de nosotros mismos.
Uno de estos viajes ha comenzado hace unas cuantas semanas. Pocos, por no decir ninguno, tenía consciencia real de que iba a realizarlo. Pero como en otras tantas ocasiones se han unido la casualidad con la causalidad para que se convierta en uno de los mejores viajes de nuestra vida. Es tiempo de volar.
Uno de estos viajes ha comenzado hace unas cuantas semanas. Pocos, por no decir ninguno, tenía consciencia real de que iba a realizarlo. Pero como en otras tantas ocasiones se han unido la casualidad con la causalidad para que se convierta en uno de los mejores viajes de nuestra vida. Es tiempo de volar.
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Cuando se abriga una convicción, no se la guarda como una joya de familia ni se la envasa herméticamente como un perfume demasiado sutil: se la expone al aire y al viento, se la deja al libre alcance de todas las inteligencias. Lo humano está, no en poseer sigilosamente sus riquezas mentales, sino en sacarlas de la cabeza, vestirlas con las alas del lenguaje y arrojarlas por el mundo para que vuelen.